DESCRIPCIÓN:

Dado que, en nuestros días, surgen nuevos problemas y errores muy graves que están circulando y que tienden a socavar los cimientos de la religión, el orden moral y la misma sociedad humana, este Sagrado Concilio exhorta encarecidamente a los laicos, cada uno según sus propios dones de la inteligencia y de aprender a ser más diligentes en hacer lo que pueda para explicar, defender y aplicar correctamente los principios cristianos a los problemas de nuestra época, de acuerdo con el pensamiento de la Iglesia. (Apostolicam actuositatem Promulgado solemnemente por Su Santidad, El Papa Pablo VI el 18 de noviembre 1965 ).


sábado, 15 de septiembre de 2012

LA CENA DEL CORDERO. LA MISA EN LA BIBLIA.



INTRODUCCIÓN:
La Misa es continuación de la Biblia. En el plan Divino de salvación, la Biblia y la Misa están hechas una para la otra. Tal vez esto es nuevo para usted. De hecho, tal vez usted, al igual que otros muchos, incluyendo muchos católicos, no ha pensado tanto sobre la relación entre Biblia y Misa.
Si alguien preguntara, “¿Qué tiene que ver la Biblia con la Misa?”, muchos podrían con­testar, “No tiene mucho que ver”.
Parece una repuesta obvia. Sí, escuchamos lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento en cada Misa, y cantamos un salmo entre estas, pero, aparte de esto, no parece que la Biblia sea tan importante en la Misa.
Sin embargo, cuando usted haya terminado este curso, tendrá una perspectiva distin­ta—además de un amor y un aprecio mucho más grandes—hacia el profundo misterio de fe en el que entramos en cada Misa.
Empecemos de un solo y miremos la Misa a través de un nuevo lente “bíblico”.
Cada Misa empieza de la misma manera. Nos persignamos y decimos, “En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. Veremes el porqué de esto después.
Por ahora, notemos que la señal de la cruz empezó con los apóstoles, que “sellaron” a los nuevos bautizados trazando este signo en sus frentes. (cfr. Ef.1.13; Apoc. 7:3).
Las palabras que rezamos cuando nos santiguamos vienen directamente de los labios de Jesús. De hecho, son de las últimas palabras que dirigió a sus apóstoles (cfr. Mt. 28:19).
Continuando con la Misa, el sacerdote nos saluda. Él habla y nosotros respondemos, con palabras de la Biblia. Él dice: “El Señor esté con ustedes”, y decimos, “Y con tu espíritu” (cfr. 2 Tim. 4:22).
En la Escritura, estas palabras son la promesa de la presencia, la protección y la ayuda del Señor (cfr. Ex. 3:12; Lc. 1:28). El sacerdote puede optar por otro saludo, como, “la gracia de Nuestro Señor Jesucristo...” siempre también palabras sacadas de la Biblia (cfr. 2 Cor. 13:13; Ef. 1:2).
La Misa continua así, como un diálogo entre los fieles y Dios, mediado por el sacerdote. Lo que llama la atención—y raras veces reconocemos—es que esta conversación es hecha casi completamente con el lenguaje de la Biblia.

Cuando imploramos, “Señor, ten piedad”, nuestro llanto pidiendo socorro y perdón hace eco de la Escritura (cfr. Sal. 51:1; Bar. 3:2; Lc. 18:13, 38,39). Cuando glorificamos a Dios, entonamos el himno que los ángeles cantaron la primera nochebuena (Cfr. Lc. 2:14).
Hasta el Credo y las Plegarias Eucarísticas están compuestos de palabras y frases bíblicas. Preparándonos para arrodillarnos ante el altar, cantamos otro himno angelical de la Bi­blia, “Santo, Santo, Santo...” (cfr. Is. 6:3; Apoc. 4:8).
Nos juntamos al salmo triunfante de los que le dieron la bienvenida a Jesús en Jerusalén: “Hosanna, Bendito él que viene...” (cfr. Mc. 11:9-10). En el corazón de la Misa, escucha­mos las palabras de Jesús en la Última Cena (cfr. Mc. 14:22-24).
Después, oramos a nuestro Padre en las palabras que Nuestro Señor nos dio (cfr. Mt. 6:9-13). Lo reconocemos con las palabras de San Juan el Bautista: “He ahí el Cordero de Dios...” (cfr. Jn. 1:29,36).
Y antes de recibirlo en la comunión, confesamos que no somos dignos en las palabras del centurión que pidió la ayuda de Jesús (cfr. Lc. 7:7).
Lo que decimos y escuchamos en la Misa nos viene de la Biblia. Y lo que “hacemos” en la Misa, lo hacemos porque se hacía en la Biblia. Nos arrodillamos (cfr. Sal. 95:6; Hech. 21:5) y cantamos himnos (cfr. 1 Mac. 10:7, 38; Hech. 16:25); nos ofrecemos la señal de la paz (cfr. 1 Sam. 25:6; 1 Tes. 5:26).
Nos juntamos alrededor de un altar (cfr. Gen. 12:7; Ex. 24: 4; 2 Sam. 24:25; Apoc. 16:7), con incienso (cfr. Jer. 41:5; Apoc. 8:4), servido por sacerdotes (cfr. Ex. 28:3-4; Apoc. 20:6). Ofrecemos una acción de gracias con pan y vino (cfr. Gen. 14:18; Mt. 26:26-28).
Desde la primera señal de la cruz hasta el último amén (cfr. Neh. 8:6; 2 Cor. 1:20), la Misa es un tapiz de sonidos y sensaciones, tejido con palabras, acciones y accesorios tomados de la Biblia.
Nos dirigimos a Dios en las palabras que Él mismo nos ha dado por medio de los autores inspirados de la Sagrada Escritura. Y Él a su vez, viene a nosotros, instruyéndonos, ex­hortándonos y santificándonos, siempre por la Palabra Viva de la Escritura.


Encontrando la Misa en la Biblia
La tradición recibida del Señor

La Misa es culto bíblico en un sentido aún más obvio.
Es el culto que Jesús mandó a celebrar en su Última Cena.
Cuando San Pablo escribió a los corintios, para corregir abusos en la manera que estaban celebrando la Eucaristía, les recordó la noche en que Jesús fue entregado.
San Pablo les cuenta que Jesús, “tomó pan, dando gracias, lo partió y dijo, ‘Este es mi cuerpo” y de la misma manera “tomó el cáliz... diciendo ‘Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre.’” Recordó además las palabras de Jesús a los apóstoles, “Haced esto en conmemoración mía.”
Aunque San Pablo no estuvo en la Última Cena, les dice que él recibió esta enseñanza de las iglesias fundadas por los apóstoles; y estas, a su vez la recibieron directamente del Señor, por esto dice: “Yo recibí del Señor lo que les transmití.” (cfr. 1 Cor. 11:23-29).
Las palabras en el griego original, que se traducen “recibido” y “trasmitido” son términos técnicos que los rabinos de su época ocuparon para describir el mantenimiento y ense­ñanza de tradiciones sagradas.
San Pablo ocupa estas mismas palabras cuando habla de su enseñanza sobre la muerte y resurrección de Cristo (cfr. 1 Cor. 15:2-3).
Estas dos sagradas tradiciones —la verdad sobre la muerte y resurrección de Cristo y la verdad sobre la Eucaristía que es el memorial de su muerte—fueron “recibidas” del Señor y “transmitidas” por los apóstoles.

La Eucaristía según las Escrituras

La Eucaristía tiene que ver con la Alianza entre Dios y su pueblo. Como se ha presentado en los evangelios, la Eucaristía es el momento culminante de la historia de la salvación que se ha ido desarrollando de alianza en alianza en el Antiguo Testamento. Tiene estric­ta relación con la Pascua de Israel y el Éxodo.
La Eucaristía es sacrificio y es expiación de pecado. Este es el sentido literal de las pala­bras de Jesús en la Última Cena.
La Eucaristía es un memorial que crea a la Iglesia, el cuerpo de los creyentes. El manda­to, “haced esto” llama de la nada a la Iglesia. Por su conmemoración, la Iglesia ofrece la nueva y eterna alianza de Dios a todas las generaciones.
La Eucaristía es comunión en el Cuerpo y la Sangre de Jesús que nos da la vida eterna. Como dice San Pablo de la Eucaristía: “¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo...no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Cor. 10:16).
La Eucaristía es comer y beber en el Reino de Dios hasta que venga el Señor. La Eucaristía recuerda un evento salvífico del pasado, lo revive en el presente, e inspira esperanza en un acontecimiento futuro, la última venida del Señor.

De la Biblia a la Misa
Escuchando a los apóstoles, partiendo el pan
Las primeras descripciones de la Iglesia en el Nuevo Testamento son marcadamente “eu­carísticas”. San Lucas dice: “Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles... [y] en la fracción del pan” (Hech. 2:42).
Las “enseñanzas de los apóstoles” fueron sermones como los que se leen en el Libro de los Hechos de los Apóstoles y en los escritos inspirados por el Espíritu Santo (cfr. 2 Pe. 3:15-16; 1 Cor. 2:13).
La “fracción del pan” es la frase que San Lucas ocupa para la Eucaristía (cfr. Lc. 24:35; Hech. 20:7,11).
Entonces, en la descripción más antigua de la vida de la Iglesia, vemos Palabra y Sacra­mento, Biblia y Liturgia unidos. Y el Nuevo Testamento fue compuesto y desarrollado en el contexto de la oración de la Iglesia primitiva.
Las epístolas fueron escritas en primer lugar para ser leídas públicamente “ante” los re­unidos para la Eucaristía (cfr. 1Tesalonacenses 5:26; Col. 4:16; 1 Tim. 4:13).
Los saludos y bendiciones de estas cartas son adaptaciones de oraciones e himnos usados en la liturgia (cfr. 1 Pe. 1:2-5; 1 Cor. 16:22; Col. 1:15-20; Fil. 2:2:11-13).
El libro de Apocalipsis fue escrito para la lectura durante el culto (cfr. Apoc. 1:3). La for­ma de los evangelios—que narran cortos episodios de la vida y enseñanza de Jesús—pro­bablemente indica que estos pasajes fueron escritos también para lectura en la Misa
Sacrificio de acción de gracias
En las liturgias del Templo que son relatadas en el Libro de Salmos y en los escritos de los profetas, vemos un desarrollo del entendimiento que los holocaustos no eran todo lo que Dios requería. Él exigía un sacrificio “interior” y “espiritual” también.
El sacrificio espiritual no estaba opuesto al sacrificio de animales. Idealmente, los sacri­ficios que los israelitas ofrecían en el Templo reflejaban su intención de ofrecerse a Dios con un espíritu contrito y humilde.
Los profetas, sin embargo, vieron que se habían desconectado los sacrificios que se ofre­cían en el Templo y los corazones del pueblo.
Isaías dijo que su falta de fe y justicia hizo que sus sacrificios no valieran nada (cfr. Is. 1:10-16; Am. 4:4-6; Mal. 1:10, 13-14).
Jeremías les recordó que Dios no les mandó holocaustos cuando los libró de Egipto sino deseó que su pueblo anduviera por sus caminos y escuchara su voz (cfr. Jer. 7:21-24; Miq. 6:6-8).
Con el tiempo, Israel pudo ver que amor y no sacrificio es lo que Dios verdaderamente quiere (cfr. Os. 6:6).
El salmo 40 menciona específicamente los sacrificios de animales, cereales (oblación), holocaustos y sacrificios por los pecados. Dios no los quiere ni busca, canta el salmista, más bien desea “oídos abiertos para la obediencia” y corazones que se deleitan en la vo­luntad divina.
El salmo 40:1-11 es clasificado como uno de los todah (to-dáh) salmos (por ejemplo, Sal. 18; 30; 32; 41; 66; 69; 118; 138).
Todah es una palabra hebrea que quiere decir “sacrificio de acción de gracias.” De hecho, fue traducida por la palabra griega “eucharistia,” de donde proviene eucaristía.
Muchos de los salmos fueron escritos para acompañar el sacrificio de acción de gracias (todah), un tipo de “sacrificio de comunión” que incluía una comida sagrada con pan, carne y a veces vino, ofrecidos con familiares y amigos en el Templo (cfr. Lev. 7:1-21).
Una persona realizaba este sacrificio de acción de gracias y alzaba “la copa de salvación” (cfr. Sal. 116:13-14; 17-18) por haber sido liberada por Dios de algo que amenazaba su vida, una enfermedad seria, persecución o un peligro mortal.
El Salmo 69 es un buen ejemplo de un salmo todah. Inicia con una súplica de la ayuda de Dios (“Sálvame, oh Dios”), incluye un largo lamento sobre las aflicciones que enfrenta el creyente, y termina por glorificar a Dios con acción de gracias, alabando el nombre del Señor y exhortando a otros a esperar en él.
El Salmo 22 que Jesús oraba en la Cruz es otro salmo todah. El salmo inicia con un llanto de desesperación (“¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”). Después narra los tormentos infligidos por manos de los malvados, y concluye con una nota de triunfo, alabando a Dios por escuchar y salvar al salmista.
Muchos otros salmos fueron compuestos como “himnos procesionales” para acompañar los sacrificios de Israel en el Templo. También estos revelan el sentido interior y espiritual de ellos. En estos salmos, el sacrificio se combina con la alabanza de Dios por librar a los israelitas de sus enemigos y opresores (cfr. Salmos 54:6-9; 66:5-9, 13-20; 107:21-22; 116:3-4, 8-9, 17-18).
Al ofrecer alabanza y acción de gracias, el orante estaba comprometiéndose a dar su vida a Dios en acción de gracias: “Cumpliré, oh Dios, los votos que te hice, sacrificios te ofreceré de acción de gracias, pues, rescataste mi vida de la muerte para que marche en la presencia de Dios iluminado por la luz de la vida” (cfr. Salmos 56:13-14; 40:6-8; 51:16-17; 50:14,33; 141:2).
Textos escritos más tarde en el Antiguo Testamento hasta ofrecen “modelos” para el sa­crificio de corazón requerido por Dios (cfr.1 Sam. 15:22; Prov. 21:27; Sir. 34:18-19).
Isaías profetiza que Dios mandará un “siervo” que ofreciera su propia vida por el pueblo (cfr. Is. 42:1-4; 49:1-6; 50:4-9; 53:11).
Este siervo es comparado con el cordero de sacrificio quien lleva la culpa del pueblo. Aplastado por los pecados del pueblo, traspasado por sus ofensas, él “da su vida como sacrificio por los pecados” (cfr. Is. 53:1-11).
En el testimonio heroico de sus mártires, Israel también desarrolló el concepto de un pueblo que libremente se entrega en obediencia a la Ley de Dios y hace reparación por los pecados de la nación. (cfr. 2 Mac. 6:12-7:40).
El Todah se ofrecía en acción de gracias por liberación de algún peligro muy grave. Un buen ejemplo de un salmo todah es el Salmo 22. Lo reconocemos en el primer versículo instantáneamente: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” que son las pa­labras que Jesús gritó desde la cruz (cfr. Mc. 15:34).
Suena como un grito de desesperación. Pero si conocemos el salmo entero—y los judíos que estuvieron al pie de la cruz ciertamente conocían el salmo entero—sabemos que ter­mina con una nota de triunfo.
El salmista alababa a Dios por su liberación. Al adoptar este salmo entre sus últimas palabras, Jesús no estaba expresando desesperación sino triunfo: con una voz fuerte, Él declaró la certeza de la salvación de Dios.
El ofrecimiento del todah era una comida sacrificial compartida con amigos. Incluía un ofrecimiento de pan y vino. De hecho, se parecía al sacrificio que el rey-sacerdote Melquisedec compartió con Abraham en acción de gracias por el rescate del pueblo de Salem (cfr. Gen. 14:18-20). Los rabinos antiguos enseñaban que, después que viniera el Mesías, todos los sacrificios desaparecerían menos el todah, que nunca iba a cesar por toda la eternidad. O, usando términos que les eran familiares a los millones de judíos de habla griega: Podemos decir, después de la venida del Cristo, todos los sacrificios iban a cesar, menos la Eucaristía y de hecho, algunos escritores judíos ocupaban “eucharistia” en griego para traducir el hebreo todah.

La Misa revelada en el Apocalipsis

El mismo libro fue escrito para ser proclamado en la liturgia (cfr. Apoc. 1:3). Además, el libro es dividido en dos partes que corresponden más o menos a la Liturgia de la Palabra y a la Liturgia de la Eucaristía como la celebramos en la Misa.
Los primeros once capítulos tratan de la lectura de cartas que deben de ser escritas en un pergamino por San Juan “el cual ha atestiguado la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo: todo lo que vio” fue dictado por alguien, descrito “como un Hijo de hombre” (cfr. Apoc. 1:2, 11-13).
El sujeto que es llamado “como un Hijo de hombre” es Jesucristo, que se autonombraba frecuentemente como el “Hijo de hombre” (cfr. Mt. 25:31, Mc. 8:31, Lc. 12:8, Jn. 3:13). Esa imagen también nos recuerda la visión del profeta Daniel, que vio que venía “uno como un Hijo de hombre” sobre las nubes del cielo, quien recibió un “poder eterno” de Dios (cfr. Dan. 7:13-14).
El Apocalipsis identifica a Jesús exactamente “su nombre es: La Palabra de Dios” (Apoc. 19:13).
San Juan es el autor humano de esta parte de la Biblia. Pero como toda Escritura, tiene un autor divino, la Palabra de Dios.
Es significativo que los primeros tres capítulos de Apocalipsis comiencen como la Misa, con un tipo de rito penitencial. Jesús ocupa la palabra “arrepentimiento” ocho veces en las siete cartas (cfr. Apoc. 2:16).
Cuando la Palabra de Dios ha sido proclamada, el Hijo declara: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3:20).
Con esta invitación a cenar con Cristo mismo, pasamos de la Liturgia de la Palabra ce­lestial, al banquete de la Eucaristía celestial. Como en la Misa, la “liturgia de la Palabra” del Apocalipsis nos prepara a recibir al Cordero de Dios. Todos los que tienen oídos para oír saben que Jesús mismo les dará el “maná escondido.”
Se invita a San Juan “sube acá” (Apoc. 4:1). Nosotros estamos invitados a subir hasta el cielo también, levantando nuestros corazones, al inicio de la Liturgia de la Eucaristía.
Cuando levantamos nuestros corazones, nos invitan a cantar “con los ángeles y los san­tos.”
Esto no es simplemente una expresión de un fino sentimiento. Como en todo lo demás en la Misa, funciona aquí un “realismo sacramental”.
En este punto de la Misa, juntamos en una manera misteriosa nuestro canto al que San Juan—y antes que él, el profeta Isaías—escuchó en el cielo: “Santo, Santo, Santo...” (cfr. Apoc. 4:8; Is. 6:3).
La segunda parte de nuestro canto (“Bendito él que viene...”) es del salmo que los pere­grinos a Jerusalén cantaban en Pascua. También era el salmo que cantaban los que se encontraban presentes durante la entrada triunfal de Cristo a Jerusalén (cfr. Mc. 11:10; Sal. 118:26).
Las palabras bíblicas nos orientan acerca de lo que pasa en la Misa. Estamos juntos alre­dedor del altar—no solamente el altar terrenal sino el celestial también. Hemos llegado al monte Sión, la nueva Jerusalén celestial.
Esto es lo que San Juan vio—”el Cordero en pie sobre el monte Sión” (Apoc. 14:1).
La Carta a los Hebreos (cfr. Heb. 12:22-24) también habla de la celebración eucarística terrenal como entrada y participación en la liturgia celestial en la Nueva Jerusalén.
En la Misa, dice Hebreos, nos acercamos al “monte Sión, ciudad de Dios vivo, la Jerusa­lén celestial.” Además, allá, nos juntamos con “miríadas de ángeles”, con la “asamblea de los primogénitos”, y con Jesús, “mediador de una nueva alianza y de la aspersión purifi­cadora de una sangre” en una “reunión festiva” o “banquete”.
Este pasaje está lleno de referencias y alusiones bíblicas. Es Interesante notar que la pala­bra para “asamblea” en griego es ekklesia—la palabra de donde viene “iglesia”.
También es de notar las similitudes entre la descripción de la Misa según Hebreos y según el Apocalipsis de Juan. En ambos libros vemos una nueva Jerusalén, un nuevo monte Sión, la morada del Señor (cfr. Sal. 132:13-14). En ambos se ven los ángeles y a Jesús como el cordero cuya sangre quita el pecado del mundo. En ambos vemos una fiesta de los “primogénitos” o “primicias” de los que creen en Jesús (cfr. Apoc. 14:4). Y en los dos se entiende que esta fiesta en el templo del cielo es señal de la nueva alianza hecha en la sangre de Jesús (cfr. Apoc. 11:19).
Lo que estas Escrituras nos enseñan es que la Misa es la cumbre de la historia de la sal­vación que narra la Biblia.
Y esto es exactamente lo que las oraciones de la Misa nos dicen.

Hasta que vuelva
En las primeras celebraciones de la Eucaristía de la Iglesia primitiva, los creyentes tam­bién rezaban por la venida del Señor en gloria, “¡Ven, Señor Jesús!”.Esta oración—en arameo Marana tha—se repetía en las reuniones litúrgicas de la prime­ra comunidad (cfr. 1 Cor. 16:22; Apoc. 22:17,20).
Los primeros cristianos esperaban impacientemente la Segunda Venida del Señor. Se anticipaba la venida en gloria como el tiempo en que Jesús se revelaría definitivamente y llamaría a todos los pueblos a su presencia para el juicio (cfr. Mt. 24:27; 1 Tes. 2:19; 3:13; 2 Tes. 2:1,8; 1 Jn. 2:28).
Parousía (español ‘parusía’) es la palabra griega usada en el Nuevo Testamento en dos sentidos: “venida” o “llegada” y “presencia del cuerpo”. Por ejemplo, San Pablo ocupa la palabra para hablar de su presencia física, que admite es “pobre” (cfr. 2 Cor. 10:10; Fil. 2:12).
Fuera de la Biblia, parusía fue un término oficial para referir la visita de un rey o empe­rador.
Los primeros cristianos entendieron la Eucaristía como parusía.
“Pues cada vez que coman este pan y beban de este cáliz, anuncian la muerte del Señor hasta que vuelva” ( 1 Cor. 11:26).

Dios les Bendiga.

Fuentes:

"La cena del cordero"-Scott Hann.

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